Allí, sentada, está de nuevo la
chica gris, con un café entre las manos, humeante, ardiendo, para que le
desentumezca los dedos y le caliente las entrañas; y cargado, muy cargado,
porque anoche no durmió. Siempre insomne, la cafeína es su descanso, un
sucedáneo de los sueños con una y media de azúcar, aunque a veces sólo una y
otras, sólo media.
Por más que miro a la chica gris
me sigue pareciendo extraña, hay algo raro en su semblante. Tiene los ojos
pequeños pero, siempre observadores, pues a la chica gris lo que más le gusta es
observar; por eso, aunque no fuma, prefiere la zona de fumadores, porque es la
más cercana a la ventana, y también porque podría pasar horas enteras viendo
cómo el denso humo poco a poco desaparece y las colillas se consumen,
indiferentes, ante las conversaciones, banales a veces y otras profundas, de
aquel que las encendió. Y fue por el humo denso que la llamé chica gris; también
por su continuo estado de tranquilamente nerviosa, confusa, siempre sin saber
elegir entre el blanco o el negro.Esos ojos curiosos suelen tener la mirada triste, pero, y ahí está lo raro, siempre que miro a la chica gris tiene esa media sonrisa que le da esa expresión que ella tiene tan infantil, como si la tristeza se quedara en los ojos y nunca bajara a la boca. Y puede que otro prefiera decirlo al revés: que la felicidad se queda en la boca y no sube a los ojos.
La conocí no hace mucho, en una tarde de lluvia frente al espejo en el que me encuentro ahora mismo.
Le pregunté su nombre, y fiel a su temperamento introvertido, en un tomo tímido, casi inaudible, me pareció oírla responder: “Reflejo”.